- Juventud y verano: redundancia. Ambos son una explosión de sentidos atentos, inquietud, hormonas, extremos, deseo, inconstancia.
- Lo mejor del verano de los veinte años es que no es nada profundo. A partir de cierta edad todo tiene una hondura agotadora. No damos un paso sin preguntarnos a quién afectará, qué energía requerirá, qué perdemos y ganamos, si quedaremos mal, cuánto dinero nos costará la broma. Con veinte años uno se lanza y listo. Los tortazos resultan monumentales, pero son parte de la épica y del anecdotario que uno atesora en las charlas con amigos.
- La piel de los veinte años, reventona de colágeno. Nos vemos todos los fallos, pero ¡ay!, al recuperar esas fotos mucho después nos daríamos cabezazos contra la pared (también aplica para las fotos que nos tomamos hoy, cuando las miremos con ochenta). En la imagen de cabecera, Carole Bouquet, radiante en el Festival de Cannes de 1984.
- De mis veranos veinteañeros recuerdo pasar con cuatro duros. Esto es más fácil en la playa, claro. Te levantas, desayunas con tus padres y no te ven el pelo hasta la hora de comer, o quizá hasta el atardecer. Con 20 € tenía para varios días, y eso que me hartaba de Matutano y helados. Iba descalza como una salvaje, no me maquillaba y no ejercía ninguna sofisticación, porque no la conocía. Solo me comparaba con las mujeres de mi entorno, familiares o amigas; como mucho con las que veía en el cine o la televisión, pero sabía que aquellas eran ficción. Igual que no me creía al bicho de Alien nunca me planteé que yo pudiera ser como Gisele Bündchen; aquella señora era de otro planeta y por suerte no tenía ninguna obligación de parecerme a ella.
- El corazón roto de verano: una cosa terrible, solitaria, arrastrada. En agosto a todo el mundo parece irle bien; estamos guapos, descansados, de buen humor. Pero a los veinte años las relaciones son frágiles, y hay que ser buen estratega para que no te dejen justo antes de un viaje que se pagó en marzo —cuando ya había marejadilla— y a finales de julio apareció ya la mar gruesa y no había forma de recomponer aquello. Los amigos dirán eso tan manido de «pero si lo mejor en verano es estar soltero», aunque no engañan a nadie: somos un guiñapo, queremos meternos debajo de la cama, enrollarnos en una hamaca como una salchicha, desaparecer. La obligación abrumadora de tener que encontrar una nueva felicidad inmediata.
- Primeros viajes por nuestra cuenta. Aventuras inocentísimas con un aire pobretón ingenuo. Nunca fui mochilera; para haber nacido en un barrio cutre salí muy marquesa. Mi argumento: para pasar incomodidades me quedo en casa, que aquí se está muy bien. Era, pues, uno de esos jóvenes tranquilos con alma de viejo, deseando que les dejen en paz. Mi mayor pesadilla era tener que ir a algún bar de noche y bailar la música de moda entonces (que siempre me parecía mierdosa).
- Dos de mis amores de verano: uno local, al que llamaremos M. Surfero, rubio, simpatiquísimo, perrunista, ingeniero. Un tío estupendo. Éramos amigos y eso siempre complica las cosas. Fue absolutamente platónico. Después de mucho mareo nos dimos un beso y no lo vimos claro. Un misterio. Al otro lo llamaremos P, y era napolitano (menudo cliché). Compartimos piso en Roma durante un verano. Mismo modus operandi: muchas vueltas sin lanzarnos, y cuando ya casi nos despedíamos nos dio el ímpetu. La habitación tenía frescos en el techo, y que recuerde tantos detalles del dibujo da pistas de la situación.
- Verano joven: quitarse de encima los temores uno a uno, hasta que apenas queda nada dibujado de ti. A partir de ahí construyes.
Marta D. Riezu es periodista especializada en comunicación de moda y ha publicado dos libros: Agua y jabón (Terranova, 2021) y La moda justa (Anagrama, 2021).