Recuerdo perfectamente la emoción –a mis seis, siete años– de pasar por delante de una tienda o negocio que, con la persiana bajada y un cartelito, anunciara: Cerrado por inventario. La frase tenía algo de embrujo, como si avisara de que, tras esa cortina metálica, se ocultaba un lugar donde ocurría algo ineludiblemente misterioso ¿Cómo no pensar que esa palabra estaba emparentada con inventar, aquel verbo luminoso que parecía contener en sí mismo la promesa de los cuentos, el hechizo de la creación?
Nadie pudo convencerme entonces –y tal vez tampoco ahora– de que los negocios cerrados por inventario no se dedicaban a la noble tarea de poner en marcha la imaginación. Después de todo no se trataba de una ocurrencia tan errada, porque resulta curioso –y bellísimo a la vez– que inventar e inventario comparten el mismo origen etimológico: ambas palabras provienen del verbo latino invenire, que significa “hallar, descubrir”. Con el tiempo, es cierto, tomaron rumbos distintos. El prefijo in- quiere decir “hacia adentro”, y venire, “venir”. Así, inventar no es otra cosa que “encontrar algo en el interior”. Una revelación. Un hallazgo. Sin embargo, inventarium, en el latín tardío, designaba una lista de cosas encontradas: un registro de bienes, pertenencias, objetos, y era, por tanto, una manera de fijar lo que ya estaba ahí y de ordenar lo visible. Así, podríamos decir que inventario terminó concentrándose en lo que existe, en el mundo exterior, en tanto que inventar se aventuró hacia lo que aún no ha sido alumbrado. Uno contabiliza lo hallado; el otro, lo imagina antes de encontrarlo. Uno organiza el pasado; el otro se atreve con el futuro.
Ambos términos conviven en mi idea de verano. Es en la temporada estival en la que, sin darme cuenta, a la vez invento y hago inventario. Desde los primeros instantes, cuando los días se alargan y la luz cambia de tono, algo dentro de mí también se acomoda, se reordena. Llega el momento de quitar mantas y nórdicos, de cambiar la ropa del armario. También de dejarlo para luego, de procrastinar, y lamentarme porque de pronto estamos casi en julio y cohabitan jerséis de lana con toallas de playa y sandalias. En ese acto doméstico del cambio de armario –apenas visible para el mundo–, se esconde toda una coreografía de memoria: hago lista, saco, doblo, tiro, repienso. Trato de no acumular, aunque inevitablemente lo haga. Y hay prendas dudosas que sobreviven a la purga no por utilidad, sino por el valor emocional que arrastran, como si al guardarlas preserváramos también una versión de los que fuimos, o a aquellos que nos las regalaron en un recordatorio de que las cosas no son cosas. O no sólo.
Entonces me embarco también en una suerte de inventario de los meses pasados, porque el verano –aunque para muchos sea sinónimo de vivir de puertas para afuera– también es un tiempo propicio para mirar hacia dentro. Encuentro, en esa estación de promesa y prórroga, un espacio donde conviven los dos extremos: el pasado y ese futuro inmediato que todavía no ha tomado forma y que la adopta también gracias a lo que dejamos marchar. Así que, tal vez, en el fondo, inventario e inventar no estén tan alejados como parecen. Quizás, hacer un inventario también sea una forma de prepararse para inventar: vaciar los cajones, mirar lo acumulado, reconocer lo que se tiene para, desde ahí, alumbrar lo que falta.