Dónde comer (muy) bien en Santiago de Compostela: restaurantes imprescindibles con sabor gallego
Santiago de Compostela es mucho más que el fin del Camino o un destino espiritual o histórico: también es una meca gastronómica gallega. Sus callejuelas empedradas y plazas esconden restaurantes, tabernas y bares donde el mar y la tierra lucen platos donde producto, creatividad y tradición se dan la mano. Estos son los restaurantes imprescindibles que hacen de Santiago una parada obligada para los paladares inquietos.

Por las callejuelas empedradas donde cada piedra parece susurrar leyendas milenarias, el aroma del pan recién horneado se mezcla con el incienso que se escapa desde la catedral. Pero aquí no se reza solo al apóstol: también se venera el pulpo, la empanada y el albariño. Bienvenido a Santiago de Compostela, donde la devoción por la buena mesa es casi tan antigua como el Camino.
No hace falta ser peregrino para rendirse ante el hechizo de Santiago. Basta con dejarse llevar por su ritmo lento y mirar alrededor: las fachadas de granito oscuro, húmedo como un bosque encantado; los tejados cubiertos de musgo como si el tiempo aquí hubiera decidido detenerse a merendar. Y entre tanta piedra con historia, bulle la vida moderna, inquieta y sabrosa, reinventándose con descaro y sin perder sus raíces.
Puede que muchos vengan a la ciudad buscando la indulgencia, la redención o simplemente una foto frente a la catedral. Pero quienes se quedan un poco más, quienes se adentran en sus callejuelas con hambre y sin mapa, descubren que la verdadera epifanía está en una sobremesa que se alarga, en una bodega donde suena jazz entre estanterías de vino natural, o en una sopa de pescado que sabe a infancia. Porque en esta ciudad donde lo eterno se mezcla con lo efímero, donde cada granito de piedra ha visto pasar siglos, el presente se sirve cada día, a cucharadas lentas, y es un festín.
Santiago no vive de su pasado; lo mastica, lo saborea, lo cocina a fuego lento. Sólo tienes que entrar en el Mercado de Abastos, que lleva más de un siglo siendo una catedral laica donde los fieles no rezan, pero sí negocian: el mejor grelo, la almeja más vivaracha, el queso de tetilla con la curva justa. Allí, entre el bullicio de las pescaderas y los cuchicheos de los chefs que hurgan entre lubinas y percebes, uno descubre que la tradición gallega no se conserva en formol: se come cruda, se hierve, se fermenta. Y también se tuesta en los modernos hornos de algunos de los nuevos talentos que han elegido esta ciudad, de lluvia constante y belleza impasible, como su campo base creativo.
Porque algo está ocurriendo en Santiago, y no solo en su cocina tradicional. Una nueva generación de cocineros, algunos formados en escuelas extranjeras y otros en las mesas de sus abuelas, está transformando el mapa gastronómico compostelano sin despeinar su respeto por la tierra.
La cantina de la Fundación RIA, proyecto de impacto territorial ideado por David Chipperfield, no solo alimenta el cuerpo: alimenta ideas. Allí se come con la cabeza, con la vista, con la intención de quien entiende que una ensalada también puede ser una tesis sobre paisaje. En Abastos 2.0, desde su rincón en el Mercado, llevan años haciendo lo que ahora otros apenas comienzan a intentar: integrar la frescura, reducir lo accesorio, cocinar como quien conversa, de tú a tú, con el comensal. O Testo, con su cocina viva y delicada, demuestra que la creatividad también puede tener la textura del hogar.
En Indómito, el nombre lo dice todo: cocina sin correa, técnica con músculo, platos que exploran sin pedir permiso. En Simpar, cada elaboración parece una pregunta: ¿cómo sería un guiso de pulpo si lo firmara un arquitecto? ¿Y una croqueta si la diseñara una poeta? En Xénese, cada botella tiene un relato: vinos naturales, gallegos y atrevidos, que se beben como quien se lanza a una novela gráfica. Y en la insólita y maravillosa Marida e Vencerás, donde los vinos se cruzan con los libros, uno se queda dudando si ha entrado a comprar una botella o a comenzar una nueva vida. Allí todo marida: la tinta y la uva, la palabra y el sorbo, el lector y el bebedor.
Y entre copa y copa, plato y plato, aparece siempre una historia. Porque Santiago es eso: un tejido de historias mínimas, bordadas con paciencia, aliñadas con sal de Finisterre y mucho humor gallego.



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