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Mallorca tiene algo. No es solo el azul del mar ni sus calas escondidas. A veces, lo que te atrapa es la despensa. Así le ocurrió a Álvaro Salazar, chef jienense afincado en la isla desde hace más de una década. “Vine por trabajo y me enamoré del entorno, del producto. Esta isla tiene un potencial brutal para cocinar”. Y no lo dice cualquiera: lo dice quien lleva al frente de Voro desde su apertura en 2019 y ha logrado, junto a su equipo, dos estrellas Michelin con una propuesta radicalmente personal.
Voro está dentro del Cap Vermell Grand Hotel, un cinco estrellas gran lujo entre mar y montaña, en el noreste de la isla. Desde fuera, no imaginas lo que se esconde dentro. Pero cruzas la puerta, y el espacio -renovado recientemente- te traslada a un universo propio: silencioso, refinado... No es el típico restaurante de hotel.
Voro, del latín vorare, significa devorar. Devorar con ansia, con pasión. Y eso es exactamente lo que hace esta cocina. Una apuesta que no se parece a ninguna, que se zambulle en el paisaje mediterráneo, se empapa de la tradición andaluza, y encuentra en el equilibrio entre ambas culturas un lenguaje propio. “Somos andaluces, pero cocinamos en Mallorca. Aquí no hay recetas extranjeras, sino homenajes a la cocina española, que muchas veces ni nosotros mismos conocemos bien”, defiende Salazar.
Una filosofía dividida en tres actos: albor, zénit y ocaso
Sentarse en la mesa de Voro -que solo abre por las noches- es hacerlo para vivir una experiencia de las que no se olvidan. Por concepto, por el propio lugar así y sobre todo, por esa propuesta de menú que nos tiene a todos encandilados.
La estructura del menú de Voro sigue una narrativa en torno al ciclo del sol: empieza en el albor, alcanza su clímax en el zénit y se apaga, lentamente, en el ocaso. No es un simple recurso poético. Es una forma de marcar el ritmo, de contar una historia con cada pase. “No creemos en menús de primavera o otoño. Trabajamos el hoy para ser mejores mañana. Cada servicio es único, cada ciclo solar es una nueva oportunidad para evolucionar”, explica Álvaro a Elle Gourmet.
La primera parte, Albor, es la más intensa en ritmo, con más platos en menos tiempo. Una declaración de intenciones desde el primer bocado. Aquí aparece el tomate ramallet, protagonista absoluto en dos pases brillantes: primero como ensalada líquida, con agua de tomate ahumada al sarmiento, un helado de queso mahonés, albahaca y un delicado caramelo de queso. Es todo un homenaje a la despensa de esta isla -y de las Baleares en general- que lo acoge.
Después, convertido en mini pizza margherita sobre una tartaleta etérea, con su pesto de albahaca y una esfera de brossat. Con solo haber probado estos dos platos, nos damos cuenta de que estamos ante algo grande.
Devorar el Mediterráneo, desde los snacks hasta los postres
Uno de los grandes hallazgos del menú está en sus snacks, esa primera parte del recorrido que en muchos gastronómicos se olvida rápido… salvo aquí. “Podría montar un restaurante solo de snacks”, me decía Álvaro entre risas. Y no es descabellado, los bocados de apertura son finos y absolutamente memorables. Se dividen en tres partes. La primera, la anteriormente citada, dedicada a la riqueza vegetal. La segunda es el mundo del mar Mediterráneo, mientras que la tercera, un homenaje a las carnes.
¿Y los bocados? En Piscívoro, la parte marina, el cabracho se presenta en un pastel delicado que recoge todas sus partes, encerrado en un caldo gelificado. El cangrejo azul aparece vestido de nori y espirulina. La sardina se sirve sobre una base con pimiento cristalizado y queso, y sabe a coca de sardina, pero elevada al cuadrado.
En Carnívoro, esta presente su Patito, un bocado que lleva acompañándoles desde 2019, elaborado con diferentes partes del pato. Sorprende con su textura como si fuese una esponja. Otro hit de este pase de cuatro mini bocados es la Faraona escabechada, una reinterpretación del escabeche de ave.
Andalucía se cuela en el plato con un ajoblanco. Pero claro, no es un ajoblanco cualquiera. Es una bellísima creación en forma de sopa fría solidificada, con una mousse y toffee de almendra, que dentro esconde un jugo de vainas de guisantes y almendras y que lleva coronado con perlas de caviar.
También hay una ensalada de marisco al Palo Cortado, un plato de 2015, que ha variado con el tiempo. La técnica, lejos de ser un fin en sí misma, está siempre al servicio del sabor. “Aquí no hay platos que sobren. Cada bocado tiene que emocionar. Que te lo quieras volver a comer. Parece obvio, pero no siempre ocurre”, sentencia el chef.
Una cocina de identidad: cerdo ibérico, ensaimadas y pucheros
El zénit marca el punto de mayor intensidad. Es el turno de platos como una increíble reinterpretación de los huevos rotos con bogavante, convertida en un canutillo de patata que concentra todo el sabor en un solo bocado, de un San Pedro con un pil pil cremoso o de unos raviolis de gamba blanca e ibérico que son el perfecto mar y montaña.
Llega el turno de las carnes, y con ellas, en la mesa se sigue poniendo una cocina que combina sostenibilidad, aprovechamiento e identidad. En Voro no se cocina con ego, sino con un propósito. Lo demuestra el plato de pato, convertido en un cocido andaluz en miniatura: demi-glace de sus carcasas, gazpachuelo de sus migas, vegetales y una royal cremosa. “Reducimos 35 litros a dos. Es una metáfora de cómo cocinamos: mucho trabajo para lograr bocados memorables”, remarca Álvaro.
Hay un pase que puede ser el perfecto resumen de la filosofía del restaurante y es la ensaimada infiltrada en grasa de pato que viene acompañando al anterior. Una locura de técnica y sabor que reinterpreta la bollería mallorquina desde un lugar de absoluto respeto. “Cuando llegamos, quisimos hacerlo todo con producto local. Pero nos dimos cuenta de que el porc negre tenía limitaciones para según qué cosas. Así que decidimos traer cerdo ibérico, que conocemos bien y es mejor en muchos aspectos. Para mí, la ensaimada con manteca ibérica es más rica, más compleja. La llamamos ensahumada, porque la fermentamos a tiro cerrado en el Josper y queda impregnada de humo”, cuenta.
La parte salada culmina con ternera, en adobo clásico, se sirve con manzana y una salsa de pimentón que homenajea a las casas del sur.
Postres como un recuerdo de la infancia y homenajes a la isla
En Voro, los postres sigue a la altura. El primero, La Pomada, es un tributo menorquín al cóctel de gin y limón. Llega en una caja con caramelos de kumquat, espuma de pomada, sorbete, toques picantes y crujientes. “Queremos que el postre sea divertido. Que te deje buen sabor y te haga sonreír”, dicen desde sala.
Después, llegan las Gachas, con flor de encaje andaluz comestible en honor a la tía Luisa, costurera y cocinera. Y para cerrar, una torrija de brioche con espuma de galanga y helado de mantequilla tostada. Bocados que saben a infancia, a hogar...
La sala y el equipo: las otras estrellas de Voro
No se puede hablar de Voro sin mencionar a su equipo. Desde Rodolfo Antonelli, que dirige la sala con elegancia milimétrica, hasta el sumiller Carles Rosselló, que firma una carta líquida con más de 450 referencias, incluidos sakes, cafés de microlotes y tés artesanales. Dos maridajes acompañan el menú: Clásico, para explorar nuevas etiquetas, y Bacchus, para quienes buscan rarezas de altura.
Mención aparte merece el pan, elaborado en el propio restaurante a partir de masa madre cultivada y alimentada a diario. “Cada pan está pensado para un pase concreto. Lo fermentamos hasta 32 horas y los horneamos aquí. Es parte del menú, no un acompañamiento”.
La clave de todo, dice Álvaro, está en el equipo. “Llevo casi 10 años con la misma gente. En esta profesión, eso es casi un milagro. Pero si esto no tuviera el nivel que tiene, ni yo seguiría aquí ni ellos tampoco”.
¿Qué es lo siguiente?
Con dos estrellas y una identidad más sólida que nunca, Voro mira hacia adelante con ambición. ¿Hay presión por la tercera? “No cocinamos para las guías. Cocinamos para los que vienen. Pero claro que los reconocimientos ayudan. Nos ponen en el mapa, no solo a nosotros, también a la isla, a nuestros productores, a la gastronomía española”.
Mientras tanto, Álvaro ya está pensando en el menú del año que viene. “Lo empiezo a imaginar ahora. Cada temporada es un nuevo punto de partida. Siempre podemos hacerlo mejor”. Y a juzgar por lo vivido, no cabe duda de que lo harán.