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Lo primero que se oye es el rumor del mar. No ese estruendo romántico de las olas bravías, sino un susurro más íntimo, como si éstas hablaran al oído a quien se acerca. Uno baja por las callejuelas de Carril (Pontevedra) y de pronto, allí está: Loxe Mareiro, como una cabaña marinera detenida en un anhelo con la ría de Arousa lamiéndola los pies. Esta taberna, toda una declaración de intenciones frente al Atlántico, es la puerta de entrada a un modo de vida, a una geografía comestible que se mastica con los cinco sentidos y que se recuerda con el sexto: la nostalgia.
Su historia se remonta a varias décadas atrás. A cuando Ignacio Salorio, un pintor que también ejercía la abogacía, decidió dejar atrás la vorágine de la ciudad para mudarse junto a Emilia Graña, su compañera y politóloga, a Vilagarcía de Arousa. Allí, se entregaron a una nueva vida en Loxe Mareiro, un refugio en forma de casa de piedra restaurada, que en tiempos había sido un punto de vigilancia de la ría. Este rincón, que respiraba historia y conversaciones, se convirtió en el corazón de quienes, como ellos, sentían una pasión por el arte y la política. Era un lugar que invitaba al diálogo, a la reflexión, donde se entrelazaban las voces del pasado y las ideas del presente.
Tras la muerte de Nacho, la senda de ese refugio la continuaron Iago Pazos y Marcos Cerqueiro, dos hombres que ya habían dejado su huella en la gastronomía gallega al transformar el mercado de Compostela con Abastos 2.0. Ellos llegaron para reinventar el espacio y darle un nuevo aire, manteniendo la esencia, pero con una mirada distinta.
Por si alguien se ha despistado o desconoce, loxe es una palabra gallega que lleva en sí la memoria de lo antiguo, de esos almacenes o pequeñas tiendas de antaño, en los que se encontraba de todo, de lo más mundano a lo más esencial. En las costas, también hacía referencia a esas casetas marineras, sencillas y resistentes, donde se guardaban las herramientas de trabajo. Y Mareiro habla del mar, del mar en su forma más íntima y cercana.
Lo que Cerqueiro y Pazos encontraron allí, frente al mar, fue más que una ubicación privilegiada: era un espacio de vida, una parte del paisaje que invita al recuerdo y al sueño. En ese rincón de Carril, donde las olas se sienten a pocos metros del edificio en marea alta, el restaurante tiene un carácter que no se disimula, pero que tampoco busca llamar la atención. La ría está allí, enfrente, con la Serra do Barbanza y la isla de Cortegada como fronteras naturales que abrazan el lugar, creando un sitio único donde el tiempo parece detenerse.
Con el paso de los años y con Iago al mando, el restaurante ha ido tomando forma y continuidad, abriendo sus puertas al final de la primavera y manteniéndose hasta el otoño, pero también ofreciendo su espacio durante el resto del año para aquellos que busquen algo más privado, algo único. Este ritmo, pausado pero firme, permite al equipo reflexionar sobre lo vivido, aprender de lo que pasó y proyectar nuevas ideas sin prisas, en un proceso de constante redefinición. Por eso también es un laboratorio estacional y un acto poético.
Aquí se viene a comer, por supuesto. Pero también a mojarse. Literalmente. Porque en O Loxe Mareiro te prestan toalla para que te des un chapuzón en la ría cuando baja la marea, antes o después de entregarte a su menú como quien se abandona a una corriente invisible. El agua, templada por el verano atlántico, es el prólogo perfecto para lo que vendrá en la mesa: un viaje sin brújula por el mapa cambiante del litoral gallego, guiado por quien mejor lo conoce, el equipo comandado por Iago Pazos.
El entorno es un regalo en sí mismo: el restaurante mira cara a cara a la ría, con el sol que se pone justo frente a él, como una postal que se dibuja en la mente y que cambia cada día, dependiendo de la luz, la marea y la estación. Y, por supuesto, esa cercanía al mar, a los paisajes que se dibujan en el horizonte, no pasa desapercibida para quienes trabajan allí. Por eso, cuando reservas mesa en Loxe Mareiro, no reservas solo un enclave: reservas una experiencia, una forma de vivir la comida. Primero al aire libre para disfrutar de los aperitivos y la sobremesa, y luego dentro, donde la experiencia se convierte en algo más personal, más íntimo, más profundo.
El menú, como era de esperar, es un canto al mar. Todo lo que se sirve proviene de la ría, de lo que se puede ver al mirar al frente. Los pescados llegan frescos desde la lonja de Ribeira, relevante en pesca de bajura. Los bivalvos vienen de las bateas que se extienden sobre el agua, quizás a tan solo un par de kilómetros de distancia, y las almejas, esas joyas de Carril, son servidas con el mismo cariño con que los lugareños las recogen de los arenales.
El pan, que siempre es imprescindible, llega desde dos obradores. Las verduras, frescas y sabrosas, recorren un par de kilómetros desde las huertas de Corón hasta la mesa.
Incluso los vinos tienen su propia identidad: ‘Vinos de Playa’, elaboraciones con un marcado carácter atlántico, que seleccionan con mimo, tanto en Galicia como en otras zonas del norte de Europa. Albariños con nervio, treixaduras que susurran flores blancas, godellos que te agarran del paladar y no te sueltan.
De regreso al menú, éste se estructura en varias secuencias y se juega con el concepto de ‘mesa llena’, recuperando el espíritu de las tabernas tradicionales y de las celebraciones festivas donde los platos se compartían, sin prisa, disfrutando de la compañía, del entorno, de la conversación. Y es que en Loxe Mareiro, la comida no es solo un acto de alimentación, sino de comunión con el lugar, con el momento. Así, mientras se eligen los vinos, la primera secuencia llega: una moluscada que, en su sencillez, es un festín. Almeja fina de Carril, ostra de A Illa de Arousa, carneiro de la ría, berberechos, navajas, todo del momento. Y, como toque final, un agua fresca de laurel, un guiño a Cortegada, donde se encuentra el mayor bosque de laurel de Europa.
Comer aquí es, literalmente, comer el paisaje. Su menú depende del parte de la lonja, del humor de las mareas, del paso de los mariscadores, del golpe de viento del nordés. Las almejas de Carril llegan apenas abiertas, con un velo cítrico que solo subraya su dulzura marina. Las navajas se sirven a la plancha, con la humedad justa de su jugo, el sabor a yodo intacto. El mejillón, tan gallego que parece un himno, se eleva en preparaciones donde el protagonismo lo sigue teniendo él. Y cuando llegan los berberechos al vapor, uno entiende que no se está ante una comida, sino ante una conversación sensorial con la ría. Idem con el pulpo, una oda a otro producto tan gallego.
En el interior, el menú continúa con un pescado del día, que se va desmenuzando a lo largo de diferentes pases, acompañado de pan, aceite, mantequilla. El equipo, joven, afinado como una cuerda de violín, se mueve entre mesas de madera con la soltura de quien cree en lo que hace. No hay impostura. Hay orgullo.
Te cuentan cada plato como quien comparte un secreto, y lo hacen con una sonrisa sincera, sin guion aprendido. Si preguntas, te explican por qué no hay tomates aún (“demasiado pronto”), de dónde vienen los pimientos (“de la señora de la casa de al lado”), o cómo se conserva el pescado en vinagre con el punto exacto de acidez que estalla en la lengua. Para el final, de nuevo al exterior, donde te espera una manzana osmotizada con un toque cítrico, antes de que lleguen los bocados dulces.
Y si la sobremesa se estira como debe, hay tiempo para un chupi tonic: un trago ligero, chispeante, que lleva gin local, tónica fría y algún destello botánico que no revelan del todo, como si el misterio también formara parte del menú.