Hace un par de años me tocó vivir esa maravillosa etapa en la que uno tiene una boda cada par de meses. Todos sabemos los estragos que eso puede generar, sobre todo económicos: en algún momento de las últimas décadas se empezó a normalizar pagar 200 euros por una noche de fiesta carísima en la que no eliges ni el menú ni la música. Eso y que, como refleja un dicho popular de nuevo cuño, «los bautizos se hayan convertido en comuniones, las comuniones en bodas y las bodas en festivales».

El caso es que, durante unos meses y sin intención ni interés en ello, me convertí en una experta en meseros, decoración floral y, sobre todo, en marcas baratas de invitada. Fui a varios tipos de boda: algunas multitudinarias y otras íntimas, algunas urbanas y otras rurales, algunas religiosas y la mayoría civiles. De estas últimas me llamó la atención una práctica que también parece haberse convertido en generalizada desde hace unas décadas: que las ceremonias civiles tengan más pompa y boato que las religiosas. Que los discursos de amigos y familiares sean más largos –y algunas veces más soporíferos– que las homilías.

Como sucede con las bodas, también hay ceremonias civiles de toda clase: sencillas y pomposas, pesadas y ligeras, humorísticas y lacrimosas. Las hay que son un culto al ego de los novios, aunque además las hay que son un bonito testimonio de vida y amor. Así sucedió en la primera boda de mi grupo de amigos. Que la ceremonia fuera bella no era difícil, porque la historia de la pareja que se casaba lo es: se conocieron en unas fiestas de pueblo cuando ambos estaban en el instituto y se han sabido acompañar desde entonces en las alegrías y en la levedad de la adolescencia, pero también en trances muy duros. Han sabido cuidarse en apreturas económicas, accidentes que casi le cuestan la vida a familiares o enfermedades. Y, sobre todo, han sabido quererse en todas sus versiones, en todas las etapas que han transitado desde que se enamoraron en aquella verbena, con La gasolina sonando de fondo. El día de su boda, al oír sus votos, muchos lloramos. Y supongo que no pocos admiramos su historia de amor sin mácula.

La segunda boda de mi grupo de amigos fue de una pareja muy distinta. Llevaban juntos mucho menos tiempo y su forma de conocerse había sido bastante poco literaria: la primera vez que se vieron no fue en una verbena sino a través de una pantalla, en Tinder. Pensé en ello mientras me ponía el vestido, en las horas previas a la boda. La ceremonia de este enlace no iba a poder ser igual de emotiva que la del anterior, no sólo por cómo empezó su relación sino porque, apenas un año antes de la boda, estuvo a punto de acabarse: uno de los dos tuvo dudas y creyó haberse enamorado de otra persona. Y el otro tuvo que aguardar, llenarse de paciencia y perdonar. Con el tutorial de YouTube para hacerme el moño de fondo, me acordaba de aquellos días con pesar y anticipaba que, por culpa de aquello, los discursos y los votos de los novios estarían, de algún modo, empañados.

Unas horas después estaba con el rímel por los tobillos, llorando a lágrima viva como muchos de los invitados. Porque, en lugar de pasar por alto esa experiencia, en lugar de concebirla como una mancha en su relación y eludir lo que había significado aquello, compartieron con todos los que estábamos allí lo que les había enseñado. La suya fue la ceremonia de boda más bonita que he visto, porque en ella hubo verdad. Pero, sobre todo, porque nos hicieron comprender, de algún modo, que el amor perfecto no es el que no flaquea ni falla, sino el que se sobrepone. El que nos lleva a darle al otro no lo que se merece, sino mucho más.