Aceptar que existe un punto malévolo en la deriva de nuestra sociedad, o bien en la forma en la que se estructura, ayuda a comprender por qué la existencia, a menudo, se complica. Lo veo en las tendencias que marcan nuestros comportamientos hoy en día. Los cambios siempre responden a una necesidad y la urgencia ante la que nos encontramos ahora aprieta mucho, pero conseguir algo plenamente no siempre es posible.
El planeta está muy dañado y las personas adolecemos con él. Vivimos subyugadas a la prisa, a la producción y a una obligación de hacerlo todo perfecto porque lo que veníamos haciendo hasta este momento ya no funciona. Hay más conciencia y una mayor gestión emocional que nos demuestran que no podemos sostener la presión y la alineación en el trabajo, las relaciones rápidas y huecas, nuestras formas de consumo tóxico. Todo esto nos empuja a querer ser valientes, romper con todo y llevar hasta el final ese esfuerzo titánico que supone elegirnos a nosotras mismas. Admiro profundamente a quienes se encuentran en ese camino lleno de trampas. Porque la realidad es que en el camino de valorarnos las hay, y son infinitas.
Recuerdo una conversación con una empresaria que goza de una posición de bastante éxito en su empresa. Le preguntaba, quería saber qué se siente, frente a qué dificultades se encontraba. La felicité por haber conseguido llegar tan alto en un mundo tan sumamente masculinizado a pesar de las renuncias y ella me corrigió: «Estamos todos equivocados», me dijo. No somos nosotras las que debemos luchar para llegar a lo que han conseguido los hombres en la empresa, sino que son ellos quienes deben dejar de priorizar el trabajo a la vida (familiar, social o personal, no importa). «No quiero tener que renunciar a mi vida para asegurar mi puesto en la empresa», me dijo. «Quiero salir pronto, llegar a tiempo a recoger a mi hijo, que no me molesten el fin de semana con llamadas de trabajo. No quiero renunciar a todo eso para conseguir el puesto más alto de mi empresa. Quiero que ellos dejen de hacerlo para que todo se equilibre y entonces sólo importe la valía de cada uno y el valor de nuestro tiempo libre. No somos nosotras quienes debemos subir, son ellos los que deben bajar». Entonces lo entendí, la perversión del trabajo también se ha colado en nuestras luchas sociales.
Creo firmemente que debemos aflojar el nudo y entender el punto en el que nos encontramos. Uno de mis mantras es: «Haz lo que puedas con lo que tengas». Quizá deberíamos parar un momento y analizar las diferencias reales que existen entre el «cómo debemos hacer las cosas» versus «cómo podemos hacer las cosas». Estamos diariamente expuestas a publicidades que nos hablan de las bondades reales del yoga o de otros deportes, a libros que analizan el tipo de alimentación que llevamos o que deseamos para nuestros hijos e hijas o nuestros animales, a otras formas más verdes de consumo..., pero la realidad es que no siempre llegamos a tiempo de cumplirlas. ¿Cómo de factible es esa ambición tan necesaria? ¿Cómo de posible es que una persona que tiene que ir a trabajar se levante una hora antes para llevar a sus hijos en bici al cole en vez de usar el coche y llegar en dos minutos? ¿Cómo de real es que una familia normal pueda comprar verdura ecológica cuando cuesta tres veces más que la verdura corriente? ¿Cuánta carga debemos soportar las personas y cuánta deben asumir los grandes poderes y empresas con impacto real?