La infancia tiene sus retos heroicos, y muchos de ellos se nos ofrecen en verano: como tirarse al río desde la roca más alta, sacar a la persona deseada a bailar, subirse en bicicleta un monte que se antoja inconquistable, entrar de noche en el cementerio...

Cada pueblo tenía sus retos propios, y pasarlos nos hacía miembros de un cuerpo de élite imaginario: el de los valientes, los audaces, los decididos. Nos hacía fuertes y nos ganaba el respeto de los mayores.

No pasar los retos en el verano en que tocaba hacerlo nos dejaba ya un estigma que a veces sólo duraba hasta septiembre, y otras, se convertía en una derrota que uno arrastraba con discreción durante toda la vida, incluso cuando todos los demás habían olvidado ya esos retos de la infancia.

En mi pueblo de verano, Lekeitio, uno de los grandes retos era dar la vuelta a la isla de San Nicolás nadando. Por el lado que da a la bahía de Lekeitio, es una isla verde y amable, con unas escaleras sobre un mar liso que invitan a visitarla. Por el lado oculto a la costa, tiene unos espantosos acantilados, llenos de oscuras cuevas con rocas escarpadas, que beben y escupen un mar que de ese costado se encrespa. Yo jamás me atreví a rodearla, y la isla me lo recuerda cada vez que regreso al pueblo.

Hace unos días, paseando solo por la playa, me reencontré con un amigo de la infancia, Jaime Ochandiano, al que hacía años que no veía. Nos tomamos un café y le conté que me había quedado con la espina de no rodear la isla a nado, algo que él sí hizo el verano en que le tocaba hacerlo. Ya al final de la cuarentena los dos, con panza, hernias en la espalda y poca disposición a la aventura, Jaime me miró con brillo infantil en la mirada y me dijo: «Mañana por la mañana salimos juntos y te sacas la espina».

Ambos acudimos a la cita. Tardamos una hora y no fue pan comido. Jaime se mareó con el oleaje y vomitó nadando. Yo reconocía aterrado las rocas con caras de gigante en las cuevas del lado oculto. Pasamos un mal rato, pero lo logramos.

Cuando llegué por fin a la orilla, me sentí ligero de repente. Por fin había hecho las paces con el chaval que fui. Aunque tarde, había superado ese reto que nos permite deshacernos sin deudas de la adolescencia.

Llamé a mi padre y se lo conté, buscando su admiración como lo hubiera hecho hace 30 veranos.