Este último año, mi relación con el deporte ha sido intensa. Como con tantas otras cosas a lo largo de mi vida, he ido por épocas. Esto forma parte de mi personalidad: me da por algo, me acerco a la obsesión con lo mismo y después me desengancho. Pero en esta ocasión, creo que es diferente. No se trata de una conducta maniática ni dejo que entre la culpa si una semana no hago ejercicio, es que la mente y el cuerpo me lo piden y me dan a cambio ese beneficio físico y mental del que tanta gente habla.
Unas semanas después de que muriera mi abuela, a la vuelta de Navidades, me apunté a boxeo. Nunca lo había practicado y estuve semanas con los nudillos marcados con heridas por falta de técnica, pero me enganché completamente a la sensación de notar cómo mi propia fuerza iba en aumento. Durante esos primeros días de vuelta a una rutina marcada por una ausencia vital y ya para siempre diferente, la imagen que tengo del boxeo es la de mi pecho desinflándose, soltando todo el aire contenido durante tanto tiempo. No era derrota, era desahogo.
Terminé dejando el boxeo y empecé a practicar de nuevo el deporte de equipo con amigas. Jugamos partidos de fútbol, de baloncesto, de pádel, de voleibol. Algunos deportes no los había practicado nunca; otros me llevaron al patio del colegio y a las competiciones en el instituto. Si conseguir coincidir en una fecha tantas personas parecía un milagro, los días de partido los celebrábamos como si hubiéramos ganado antes siquiera de empezar. Qué felicidad en el salto al aro, en el choque contra el suelo al intentar parar un gol, en cada punto fallido al pádel. Todas riendo, abonadas al aplauso a la rival, levantando hacia el aire agotadas las cervezas de después. A pesar de que ir atrás es prácticamente imposible, yo vuelvo a ser una niña los días de partido. Eso fue: coger todo el aire del mundo e inspirarlo con fuerza.
Ahora llevo unos meses yendo al gimnasio todas las semanas. Echo un rato de la mañana o de la tarde y dejo allí todo lo que me pesa en la cabeza y en el cuerpo. Lo que hago en el gimnasio es diferente: es un paisaje amplio y yo decido qué dibujar en él. Me pongo los auriculares y escucho 'Hoy por Hoy' o 'La Ventana' o recupero algún podcast.
Las voces de otros siempre me ayudaron a concentrarme mejor. Hago distintas rutinas con el objetivo de poder dar a mis perros paseos cada vez más largos y mantener a raya las analíticas que me van rozando los talones. No hago otra cosa que cuidar de mi salud haciendo cosas que me gustan: ansío la vida y quiero disfrutarla. Y mientras lo hago, aprendo de las mujeres que me rodean. Hay algunas cuyos cuerpos son fuertes, tienen los músculos más marcados que vi jamás y los trabajan con un orgullo que deseo. Levantan muchos kilos sin aspavientos y presumen de una fortaleza que, intuyo, las hace imbatibles. Hay otras cuyos cuerpos son menos musculados y desprenden la misma fuerza, la misma honra, la misma belleza. Y hay otras cuyos cuerpos son muy jóvenes o ancianos y, por un rato, se encuentran haciendo lo mismo en el mismo espacio con la misma entrega y la misma constancia. Las observo y, mientras aumento las repeticiones de una serie porque hoy me veo capaz, siento que me gustaría muchísimo tenerlas en mi equipo.
Lo que estoy aprendiendo del deporte se parece a lo que aprendo de algunas personas. La capacidad de superación es una de ellas. El consentimiento de hacer cosas por y para una misma sin remordimiento y su benévola recompensa es otra igual de importante. El deporte, sin duda, me empuja a sacar lo mejor de mí. Cojo aire. Lo suelto. Sigo adelante.