No lo oculto, ni creo que pudiera. Soy de puro, copa y partida de mus con amigotes. Cuando hablo a un grupo no uso nunca eso de todos y todas, y, en general, cuando me tratan de marcar como machista, no trato de hacer demostraciones de sensibilidad para buscar la homologación de los certificadores de buenas conductas. Me repele el tufo del falso converso y me resisto a que me arrastren a debates donde sólo puedo hacer el ridículo.

Aclarado esto, quiero hacer una pregunta a los hombres. O más bien, quisiera que esta pregunta se la hicieran las lectoras de estas páginas a esos hombres que en general ni leen ni les interesa lo que aquí se escribe. Pregúnteles dónde se esconden los hombres cuando hacemos clubes de lectura, presentaciones de libros, talleres de escritura, presentaciones de novelas o residencias creativas.

Constato cada vez más la incomparecencia de mis congéneres en los encuentros entre personas ávidas de desentrañar una novela o un poema, de abrirse a una discusión sobre los temas con que los libros nos interpelan, que al final siempre son los mismos y acaso los únicos que realmente importan: el amor, el desamor, la muerte, el deseo, la paternidad, la familia, el sacrificio, la derrota, la venganza, el perdón y el sentimiento de pertenencia.

Lo vengo discutiendo estos años con amigos escritores, tanto hombres como mujeres, y todos coincidimos en lo mismo: a los hombres cada vez se les ve menos en estas cosas. No nos queda claro el por qué de esta absoluta falta de interés, como si la literatura fuera eso que de pequeños calificábamos de manera despectiva como juegos de niñas.

Acabo de volver de impartir unos talleres de escritura en un precioso hotel del Cabo de Gata, donde sólo vinieron mujeres, y donde pasé unos días llenos de conversaciones profundas y de carcajadas, y cuando me pregunto por qué no vienen hombres, no soy capaz de responderme, pero me viene el recuerdo del colegio, donde los niños se apoderaban del patio para sus juegos (para el único juego, realmente, que era la tiranía del fútbol) y las niñas y los raritos –es decir, los que no jugábamos al fútbol– estábamos en los márgenes. Los que le daban patadas a un balón nunca se interesaban por saber qué pasaba en esos márgenes del patio. En ese espacio se hablaba mucho, se leía, se dibujaba y se hacían cosas con las manos, no nos dejaban sitio para hacer mucho más. Quizás en ese reparto del patio esté la respuesta y la solución. Hoy parece que se trata de que las niñas salgan del margen y entren en el terreno de juego, de que sean también futbolistas, yo creo que más bien lo que habría que hacer es ampliar bastante más esos márgenes y reducir la cancha, y llevar a los niños a ver lo que pasa en el otro lado...