Cuando me quedé embarazada de mi primer hijo, empecé a seguir un montón de cuentas de Instagram relacionadas con la maternidad: matronas que hablaban sobre violencia obstétrica, asesoras de sueño y lactancia, madres y padres de familia que colgaban las recetas que le hacían a sus críos siguiendo el método BLW, instamamis que usaban a sus niños como si fueran maniquíes en miniatura y perfiles de chicas que, simplemente, hablaban sobre su experiencia.
Casi tres años después de que la maternidad empezara a ocupar casi el 100% de mi vida y más del 50% de mi feed, me doy cuenta de que muchas de esas cuentas reivindican y hablan de la maternidad real equiparando realidad a oscuridad. Algunas cuelgan vídeos sobre lo poco sexy que está una en sujetador de lactancia con restos de vómito echando mano de dos armas muy útiles y poderosas para cualquier madre: la ironía y la autoparodia. Otras comparten en tono solemne lo largas que se les hacen esas mañanas en las que hablas pero nadie te responde, pues tu interlocutor apenas sabe balbucear, o visibilizan lo complicado que es para una pareja pasar de pronto a ser una familia. Cuelgan fotos de sus estrías posparto, hablan de que todos se pueden poner enfermos en casa menos ellas y teorizan sobre la carga mental, ese fenómeno sobrenatural por el cual las madres sabemos cuándo hay que comprar toallitas, pagar las extraescolares o reservar el parque de bolas para el cumpleaños mientras que muchos padres lo ignoran.
Está muy bien que todas estas cuentas existan. A mí, al menos, me han hecho reír y sentir acompañada. Pero cada vez que me cruzo con una de ellas y el hashtag maternidad real o veo que intentan transmitir el mensaje de que esa es la parte de la maternidad que nadie cuenta y, por tanto, la auténtica, me asaltan dos dudas. La primera es que no estoy del todo segura de que sea la parte de la maternidad que nadie cuenta, porque a día de hoy cuando se habla de maternidad se habla, sobre todo, de sus sinsabores. No les doy del todo la razón cuando plantean que están rompiendo con algunos tabúes de antaño. Pues todas hemos crecido con madres que se quejaban de lo poco que descansaban o del tedio de que los cuidados recayesen exclusivamente sobre ellas, y no creo que nuestras abuelas le dieran a las estrías ni una décima parte de la importancia que le da nuestra generación.
La segunda duda es si, a pesar de su buena intención –hacer sentir acompañadas a otras madres en las oscuridades del más luminoso de los procesos–, este tipo de contenidos no acaban reduciendo la maternidad a lo peor de ella: el tedio, el estrés, la dificultad de pararse y cuidar en un mundo que te dice que tu autorrealización está en consumir y producir de manera frenética. Si no corren el riesgo de quedarse y hacer que nos quedemos de la maternidad sólo con su parte oscura, que es mínima, y no con su luz.
Aunque incluso convertir la crianza en una competición de plañideras tiene su aquel: como el mensaje que una recibe de las redes es que es un valle de lágrimas, cuando va experimentándola se da cuenta de que no es para tanto. Y de que maternidad real es llevar el sujetador de lactancia con restos de vómito, unas ojeras hasta los pies y el bolso lleno de pinturas, piezas de Lego y sándwiches a medio comer. Pero también –y sobre todo– es la alegría y la plenitud de estar viviendo para que otros vivan.