Imaginemos un auditorio lleno de gente. O no, un momento. Quizás se trate de un teatro o de una sala inmensa y desangelada. O, tal vez, de un teatro antiguo, de una moderna y hipsterizada nave industrial. Aunque, en realidad, qué más nos da el lugar: aquí carece de importancia. Así que volvamos a la gente. Si tomáramos perspectiva, si nos alejáramos un poco del lugar, veríamos sólo pequeñas cabezas. Son tantas que, a una distancia determinada, parecerían alfileres. Ninguna de esas personas son familia, tampoco se conocen, no comparten ni raza ni biografía, aunque existe entre ellas un denominador común: están tan atentas que no se escucha ni siquiera un carraspeo. Son todo oídos. Mantienen los ojos cerrados y escuchan una misma historia. En este caso, porque ahora dejamos de imaginar, se trata de 'Veinte mil leguas de viaje submarino'. Pero ahora volvamos a esos alfileres, a esos ojos cerrados por los que, en la oscuridad, desfilan un sinfín de imágenes. Más allá de que compartan esa manera de prestar atención a una historia quizás, aunque ellos no lo sepan, exista algo más que los hermane. ¿El qué?

Es algo que ocurre de manera inconsciente: la respiración y los latidos del corazón se acompasan, se armonizan, como si se tratara de un solo cuerpo. Ya no hay gente ni distancia, únicamente un rítmico –sístole, diástole– latido. Un lenguaje común. Lo que comparten es la cadencia de sus corazones.

Leí con asombro que un reciente estudio ha revelado que el ritmo cardíaco de varias personas puede sincronizarse si están atentas a una misma historia. En la investigación, recogida por Science Daily, se llevaban a cabo una serie de cuatro experimentos para explorar el papel de la conciencia y la atención en la sincronización de la frecuencia de los participantes. En el primero de los experimentos, un conjunto de voluntarios escucharon el audiolibro de 'Veinte mil leguas de viaje submarino', de Julio Verne. Gracias a un electrocardiograma se comprobó que su cadencia varió según lo que estaba sucediendo en la historia. Seguir una historia y procesar un estímulo provocaba fluctuaciones similares en sus corazones. Pensé, claro, en el poder de las buenas historias. Y permanece, desde entonces, esa imagen de un auditorio que yo imagino enorme, lleno de voluntarios atendiendo a un relato y esos órganos latiendo, sin ellos saberlo, al unísono.

Cuando se produce el nacimiento de un bebé, en el instante en que su cabecita asoma, en ese momento prodigioso, arrojado al mundo y despojado del suyo, rompe a llorar desconsolado. Para mitigar ese primer dolor se lleva a cabo el contacto piel con piel, una práctica que implica colocar al recién nacido desnudo sobre el pecho, desnudo también, de su madre o padre, generando una fricción directa, sin toallas o sábanas que interfieran. Ahí, enroscado en el torso escucha de nuevo ese latido que ya conoce, y su respiración, agitada por los lloros, por el estrés de la llegada a este planeta, se tranquiliza. Lo hace también su corazón, que se acompasa al de su madre o padre.

Pensaba, de nuevo, en el poder de las historias. Porque estoy segura de que la criatura recibe no sólo calor, tranquilidad, amor, recibe también una leyenda. Lo sabe, pero al crecer olvida, como hacemos todos, que un día fue un bebé escuchando un corazón, un bebé al que le regalaron una historia a partir de la que poder escribir la suya.